Psicoanalista. Miembro del Foro Analítico del Río de la Plata y de la Escuela de los Foros del Campo Lacaniano. Docente e investigadora en la cátedra de Clínica de Adultos I de la Facultad de Psicología, (UBA) y enseñante del Colegio Clínico del Río de La Plata. Becaria UBACyT de maestría. Coautora de Variantes de lo tíquico en las era de los traumatismos (Letra Viva 2014).
CUANDO LO NO PROHIBIDO SE TORNA OBLIGATORIO
Nadie Duerma #5 / / 7 agosto, 2015
Foto: Matías Lix-Klett
Ante la "brutalidad" obligatoria de los tratamientos "psicológicos" acordes a la época, la oferta analítica que se funda en el paso ético de lo necesario a lo contingente.
“La última psicóloga que me atendió, me dio de alta a condición de que comience a practicar algún deporte de alto riesgo… tipo jumping o aladeltismo… a mí me pareció excesivo… ¿usted qué opina, Licenciada?” –me dijo alguna vez un paciente que visitaba mi consultorio por primera vez. Sentencias como esta me hicieron pensar en que la psicología ha desarrollado durante los últimos años una tendencia proclive a culpabilizar al sujeto por su goce y la propuesta que más le conviene a esta perspectiva, es la de cambiar ese goce por otro. Otro que siempre es un poquito más exagerado, un poco más al límite, más excedido y –tal cual le pareció al paciente en cuestión– más excesivo también. Así, a este hombre –que no podía dejar de serle infiel a su esposa, saliendo compulsivamente con mujeres y coqueteando todo el tiempo (valiéndose del acting) para ser descubierto– la psicología le oferta (otro) deporte de riesgo.
Sé de psicólogos que recomiendan hacer talleres de teatro para “socializar mejor”, otros que indican a sus pacientes acudir a centros de jubilados e incluso, sé de un caso en el que la profesional en cuestión armaba citas entre sus pacientes solteros. Si la cosa funcionaba bien ¡a celebrar la relación sexual que ella misma hizo existir! Y si no, como la idea de la pérdida no se inscribe en absoluto para estas terapéuticas, la psicóloga les pedía una suerte de “devolución” del encuentro fallido a sus pacientes con el fin de conocer mejor sus perfiles y no errar en la próxima “unión de pareja”.
Para el público lector también hay propuestas: los llamados “Caminos del Mindfulness”, actividades “Anti-Stress Coloring” y muchas otras ofertas llegan desde la cuna capitalista hasta el bolsillo del caballero y la cartera de la dama, sin intermediarios que enturbien el acceso directo a la satisfacción garantizada. Satisfacción que, retomando la idea de Lacan que Soler ha sabido subrayar, se torna obligatoria al no estar prohibida, vía la repetición de patrones imaginarios.
Como podemos observar en estos ejemplos, el discurso capitalista rechaza todo aquello que esté fuera de cálculo, se vale más bien de un saber hacer previo, de fórmulas que son universales, de respuestas absolutas que nada tienen que ver con el saber que importa para el psicoanálisis, aquel inconsciente que subyace a toda posibilidad de un auténtico cambio de posición subjetiva. En estos casos, más bien, el saber es un para todos normativizado que se exagera para intentar tapar la diferencia y el agujero de lo que no hay. La llamada "docta ignorancia del psicoanálisis" ha sabido señalar el cada quien en la singularidad de su clínica.
Allí, donde la oferta capitalista se presenta como variada y renovada según el paradigma de cada época, es fácil reconocer una estructura igual a sí misma que se repite: se crea para el sujeto la necesidad imperiosa de consumir un objeto previamente existente, circuito que garantiza la manipulación de este sujeto, idea que Lacan ha sabido resumir en su famosa sentencia de La dirección de la cura: “con oferta he creado demanda”.
Me pregunto por las respuestas que es capaz de dar el capitalismo cuando la subjetividad insiste, resistiendo a toda exigencia de consumir una homogenización normativizante. Me parece que la psicosis es la clínica que mejor denuncia la inexactitud existente entre la subjetividad y la norma. No porque la neurosis –o incluso la perversión- no testimonien acerca del caso por caso, sino porque hoy me interesa interrogar aquellos casos frente a los cuales las propuestas terapéuticas del capitalismo chocan contra el muro inquebrantable del fuera de discurso y se valen de ciertas armas letales para poder sostener así su slogan implícito: “para todos por igual”.
Abolir la subjetividad es una operación solidaria con esa homogenización pretendida porque en muchos casos la psicofarmacología e incluso la psiquiatría que no logran tratar los síntomas del retorno de lo real, optan por suprimirlos y para ese fin han llegado a desarrollar “herramientas” (por llamarlas de alguna manera) que testimonian de esa respuesta aplanadora que el capitalismo es capaz de erigir. Conocemos los avances de la medicación y sabemos además que su gran partenaire han sido, con el correr de los años, las propuestas terapéuticas (no analíticas), casamiento propiciado por la interconsulta casi obligada entre psicólogo y psiquiatra. Estas terapéuticas consideran que el hombre es un organismo bio-psico-social, razón por la cual utilizan lo que se denomina un “enfoque multidisciplinario” para poder intervenir de manera integral. Allí reside la cercanía con otras disciplinas que el terapeuta recomendará complementariamente, partiendo de la convicción de que los estados y procesos psicológicos son una función del sistema nervioso central, siendo esto lo que los conduce a valerse de cualquier intervención eficaz que sea capaz de modificar dichos estados cerebrales.
El origen de la llamada “terapia electroconvulsiva”, más conocida como “electroshock” puede señalarse en los años 30, a partir del descubrimiento de que varias afecciones psiquiátricas mejoraban luego de convulsionar. A partir de ese hallazgo, se intenta reproducir la estructura y el efecto de la convulsión para inducir los resultados. Drogas como el metrazol lideraron esos tratamientos que tuvieron su auge en el primer congreso internacional de Suiza llevado a cabo por aquél entonces. Una vez establecida la relación entre la convulsión y el mejoramiento del paciente, un neurólogo italiano de apellido Cerletti concibe una particular idea al visitar un matadero de cerdos en Roma: allí presencia cómo los animales eran tratados con pinzas transmisoras de electricidad para paralizarlos antes de ser degollados. Esta azarosa visita es el puntapié inicial para que los psiquiatras de la época comenzaran a reemplazar el metrazol por la descarga eléctrica directa en el tratamiento de sus pacientes, principalmente en los cuadros de manías y catatonías agudas. Las depresiones graves, del mismo modo que todos los síntomas que exhiben mayor éxtasis en la conducta, también han sido tratados por medio del electroshock.
Hoy en día este procedimiento consta de la colocación de electrodos en distintos lugares del cuerpo, (principalmente en la cabeza) para el suministro de descargas eléctricas. Durante la aplicación se mide la duración de la estimulación provocada por la descarga y sus propiedades electrofísicas con el fin de “resetear” los procesos psicológicos. Pese a que está comprobado que el alcance del electroshock promueve efectos que apenas se sostienen en el tiempo, aún hoy en día alrededor de un millón de pacientes en el mundo son sometidos a este procedimiento que generalmente se administra de 2 a 3 veces por semana.
En el otro extremo de la brutalidad capital, el psicoanálisis le reasigna al sujeto aquel signo distintivo por el cual él puede valerse, la palabra. La palabra que muerde el cuerpo, la palabra que es en sí misma un riesgo que no siempre el sujeto querrá correr. La palabra que lo reafirma en su autonomía de ser capaz de elegir.