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EL CINE DE LOS DARDENNE: EL ACTO ELECTIVO

Nadie Duerma #6  /   por Laura Salinas y Cecilia Tercic  /   7 junio, 2016

Foto: Alejandro Chaskielberg - The Foreigner

Si ser contemporáneo es ajustar cuentas con nuestro tiempo, más aún, tomar posición respecto de él, no hay dudas que el cine de los hermanos Dardenne lo es. Con sus planos frontales y cámaras pegadas al rostro, el cuerpo sube a escena con todas sus miserias: se agita, transpira, se angustia, se desploma. Sus decisiones estéticas interpelan a la época tanto como los protagonistas de sus films.

 

Antes de venir a la oficina, el personal va a un gimnasio.

 La preocupación por la salud y la belleza

es proporcional al temor de perder el puesto.

 Un enfermo no rinde. Un desaliñado sugiere apatía.

 Eficacia es lo que cuenta.

El oficinista, Guillermo Saccomanno.

 

            Si ser contemporáneo es ajustar cuentas con nuestro tiempo, más aún, tomar posición respecto de él, no hay dudas que el cine de los hermanos Dardenne lo es. Esta toma de posición es a la vez un alejamiento que permite ver lo que otros no ven por estar demasiado acomodados a la época y sus pretensiones, demasiado adaptados (Agamben, 2011).

            Al cine de los Dardenne, se lo suele calificar como cine social porque justamente retrata las miserias de nuestro mundo actual signado por el imperativo de goce del neoliberalismo. Sin embargo el marco de la época no funciona para estos cineastas como explicación de fatalidades, al modo de un puro determinismo, sino que se presenta como escenario para que se despliegue allí la variable incalculable, lo imprevisible del sujeto del inconsciente. Los protagonistas de sus películas se dan el lujo de elegir aún en condiciones extremas que parecen condicionar absolutamente al individuo. Los Dardenne bajan a las profundidades porque allí las personas están despojadas de todo menos de su ética. Una ética que radica en el carácter esencialmente electivo del ser y que no siempre se ajusta a lo políticamente correcto.

            Sandra, la trabajadora interpretada por Marion Cotillard, debe convencer a sus compañeros de trabajo para que cambien el sentido de una votación que ha acabado con ella en la calle. El patrón de la empresa, dadas las circunstancias económicas globales, propuso que votaran entre un recorte de personal –el despido de Sandra– o la renuncia de una prima de mil euros para cada uno de ellos. En la primera votación, con Sandra de licencia por depresión, la mayoría optó por quedarse con la prima, pero Sandra ha conseguido que se realice una nueva votación y tiene dos días y una noche para lograr un nuevo resultado.

            El punto de partida de la película propone un escenario donde la relación con los otros parecería ajustarse a la lógica darwiniana de la supervivencia del más apto. Pero los Dardenne quieren mostrar una cara más sutil del asunto. Allí donde todo pareciera desplegarse en un clima de agresividad especular, donde la regla del “o yo o el otro” reina, el film nos sumerge de a poco en otra escena en la que el otro adquiere una importancia capital más allá de su estatuto de rival.

             “Quería preguntarte si votarías para que me quede” es el único libreto con que Sandra va al encuentro de sus compañeros. Ella se presenta apelando al otro. No insiste, no busca convencer, no arma una escena mostrando su dolor, no suplica, no ruega. A veces eclipsada, otras permaneciendo en silencio –silencio que suele ser virtud necesaria para que el otro encuentre lo suyo. La presencia inesperada y real de Sandra, hace retornar en el espejo de su mirada silenciosa que no reprocha, que solo pide la posibilidad de otra respuesta, el oscuro designio por el que cada uno tomó la decisión de eliminarla.

Para sus “compañeros” –proletarios masificados por la lógica de la globalización que se mantienen juntos pero anónimos entre sí para garantizar el ideal de aparente libertad de goce individual–, la presencia de Sandra les anuncia su verdadera sujeción a un orden segregativo: no es ya una “mujer depresiva” –estigmas sociales que favorecen la exclusión– que iba a desaparecer de cualquier manera del sistema productivo, sino cualquiera de ellos quien puede ser el excluido.     

            Algunos salen de la desaparición del anonimato y comienzan a reconocerse en esa falta, prometiéndole apoyar su reincorporación aún perdiendo la prima de mil euros; otros en cambio afirman la decisión tomada, por miedo, por necesidad o indiferencia.

            En esa travesía Sandra pierde sus fuerzas. Quiere abandonar. Aturdida, ingiere todos los medicamentos psiquiátricos de los que estaba empezando a prescindir y se acuesta a "descansar". Asume identificarse a ese objeto desecho con el que el sistema sostiene su sinergia, con la misma herramienta que la estigmatizó en el lugar de enferma improductiva. 

Pero su pareja no refuerza su exclusión de mujer depresiva y la ayuda a seguir defendiendo su lugar. Algunos más salen de la hipnosis, incluso descubriendo algunas otras sujeciones vitales a las que se encadenaban: la más evidente, la de una mujer que al querer comprometer su voto, tropieza con la violencia de su pareja tratando de torcer su decisión. 

Sandra encuentra el apoyo y el ánimo para llegar no solo a la votación, sino a soportar –por poquísima diferencia en los votos– volver a quedar afuera. Ahora la empodera el haber logrado atravesar la mirada de un Otro que hallaba su garantía en la expulsión de su falta hacia afuera –el despedido, el judío, el negro, el pobre, el enfermo, el musulmán moderno. Su acto trastoca su posición subjetiva y al mismo tiempo agujerea al Otro. Eso le permite, como lo intenta transmitir Lacan, llegar a reflejarse en un otro más allá de su función de rival u objeto. Ese “prójimo” capaz de presentar en primer lugar la “inminencia intolerable del goce” (Lacan, 1969, 12/03/69), puede pasar a reflejar, gracias a la operación de pérdida del acto, al semejante en tanto también portador de una falta.

El nuevo poder de Sandra se expresa en la posibilidad electiva de decir “No” a la última trampa que la espera luego de su aparente fracaso cuando el dueño de la empresa la convoca con una nueva oferta en reconocimiento por su eficiente desempeño: “Usted ha logrado convencer a la mitad de sus compañeros”, le remarca felicitándola. El cinismo que retrata esta escena posee una actualidad que trasciende fronteras, que se cristaliza en el eufemismo de la no renovación de contratos que encubre lo que está realmente en juego: un despido por otro.

             Agamben propone que en nuestro tiempo la operación del poder no actúa sobre lo que los hombres pueden hacer sino más bien sobre su impotencia, entendida como lo que pueden no hacer. Para el autor impotencia no es ausencia de potencia sino un poder no hacer, poder no ejercer la propia potencia:

    Puesto que no sólo la medida de lo que alguien puede hacer, sino también y antes que nada la capacidad de mantenerse en relación con su propia posibilidad de no hacerlo, define el rango de su acción. Mientras que el fuego sólo puede arder (…) el hombre es el animal que puede su propia impotencia (Agamben, 2011).

            La decisión final de Sandra no es la de una heroína que va contra todos reafirmando su valor en el rechazo de los bienes que el amo le ofrece. Sandra encuentra un nuevo tipo de satisfacción que ha apaciguado la relación a su Otro, al haberse reconocido en su propio engaño, en su propia hipnosis que le hacía sostener junto a otros, al Amo de la globalización.

Así como Sandra parece convertirse en instrumento para que el otro –sus compañeros de Solwall– se reconozca en su propia sujeción dividida; también ella sale transformada de esta Odisea de Dos días y una noche.

“Luchamos bien”, le dice al final al marido, “Estoy feliz”. Cómo leer esta felicidad que no es precisamente la del “Final feliz”. Cómo leer esta transformación sino por la vía del acto que Sandra produce sin saberlo, en esa apelación al otro –que no es para ella sin angustia. El sujeto surge del acto transformado, aún cuando no pueda reconocerse como agente de dicho acto. Con su apelación ella les abre la posibilidad de una nueva decisión, invita a cada quien a revisar su elección, pero ya no como componente indiferenciado de la masa, sino en nombre propio. 

   Epílogo        

            El estilo de los Dardenne se sale del cine que busca obtener la fascinación hipnotizante de la imagen completa que permite la identificación fálica –ya sea el par víctima-victimario, el amor correspondido o la catástrofe eliminatoria. Y esta operación debería interesarnos particularmente en tanto es función analítica del mantenimiento de la distancia con el Ideal.

            Con sus planos frontales y cámaras pegadas al rostro, el cuerpo sube a escena con todas sus miserias: se agita, transpira, se angustia, se desploma. Sus decisiones estéticas interpelan a la época tanto como los protagonistas de sus films. La elección de Marion Cotillard –protagonista de varios éxitos de taquilla de Hollywood– tal vez no sea un gesto menor en este sentido. La actriz de Batman aparece aquí no sólo sin maquillaje, sino, y sobre todo, sin esa dosis de autosuficiencia que inviste a las heroínas hollywodenses. Los imperativos éticos y estéticos hegemónicos de la época son burlados –en todos los sentidos de la palabra– en el cine de los hermanos belgas. Esta burla siempre ha sido virtud del arte, a condición de que sea verdaderamente alternativo, verdaderamente contemporáneo.

 

REFERENCIAS

Agamben G. (2011). Desnudez. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Lacan, J. (1969). De un Otro al otro. Versión inédita.

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Laura Salinas y Cecilia Tercic

Laura Salinas. Psicoanalista, miembro del FARP y de la Escuela de los Foros del Campo Lacaniano. Docente en Clínica de adultos I, Facultad de Psicología (UBA). Cecilia Tercic Psicoanalista, miembro del FARP. Docente en las cátedras de Psicopatología II y Clínica de adultos I, Facultad de Psicología (UBA).

Cecilia Tercic. Psicoanalista, miembro del FARP. Docente en las cátedras de Psicopatología II y Clínica de adultos I de la Facultad de Psicología (UBA).

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