LA QUIMERA DEL ORO
Nadie Duerma #6 / / 7 junio, 2016

Foto: Alejandro Chaskielberg - Escape
En estos tiempos de cambio, donde todo lo sólido amenaza con deshacerse en el aire, se vuelve difícil pensar el lugar del arte en una sociedad que pareciera estar entregada a la catástrofe.
Una puerta amplia entreabierta invita a un banquete. Sobre la mesa se despliegan varios platos de cerámica con elementos orgánicos intervenidos que representan una imposibilidad: saciar el hambre. El aspecto carbonizado de algunos alimentos contrasta con el derroche áureo de otros: en los huevos predomina un color dorado que los convierte en bocados duros como piedras. La comida del artista, se titula la instalación que pertenece a Víctor Grippo, una suerte de alquimista que conjuga la química con las bellas artes, y que a lo largo de sus obras propone transformaciones en torno al alimento y a la energía basándose en elementos de la vida cotidiana y del trabajo. La muestra se inaugura en 1991, el mismo año en que se sanciona la ley de convertibilidad, cuando el sueño de la gallina de los huevos de oro empieza a formar parte del imaginario colectivo. Un sueño irrazonable de la economía que generaría monstruos. ¿Hay algo más monstruoso que el hambre? ¿Es posible la representación de aquello que se produce siempre como una falta? ¿O acaso el hambre pertenecería a la categoría de lo irrepresentable?
No hay dudas que lo que estaba reprimido por el discurso político de turno era la presencia del hambre. Ya que con el modelo neoliberal del menemismo, todo banquete devino ilusorio, una promesa pospuesta, imposible de cumplir. Tal como lo fue la de la estabilidad monetaria: un efímero esplendor dorado en las manos codiciosas de una clase media que se convertiría en la principal destinataria del discurso político (hasta que el tintineo de la falsa bijuterie fuera reemplazado por el de las cacerolas). Un hambre que se escondía detrás de las paredes de las villas, detrás de un glorioso apogeo económico. Un hambre marginal que rodeaba el centro de la ciudad como una serpiente al nido repleto de huevos. Y es el hambre lo que se alza contra el Estado, ya que éste porta indefectiblemente una falta constitutiva: aquello que tuvo que dejar afuera de su construcción de realidad para que ésta adquiriera su coherencia.
Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte... porque el hambre no está sólo en el origen del arte, sino también, aunque de un modo sustancialmente distinto, en el origen de la Nación. Si consideramos que la escritura es la lectura de una falta, es evidente entonces que con el Facundo, Sarmiento busca incorporar al sistema, sacándole su carácter combativo, aquello que le resulta peligrosamente alterno y que él titula con el nombre de desierto. Erige una ciudad literaria para combatirlo. Y esta búsqueda, esta mirada vuelta hacia la nada, se da justamente en un momento histórico crítico para el país: la consolidación del Estado-Nación. La hiperfagia sarmientina revela la existencia del hambre, como resultado de un vacío (¿estomacal?, ¿de las entrañas pampeanas?). Argentina vendría a ser, en ese entonces, un país embrionario hambriento, que se saciará con el cuerpo de la barbarie en sus múltiples campañas al desierto. Porque en nuestro país, es sabido, el vacío se come. Se vuelve carne, se en-carna.
El pensamiento sarmientino surge como necesidad de colmar lo que se presenta como un agujero en el proyecto de la civilización. Nombrar, dar palabra, sentido, es justamente en lo que consiste la estrategia hegemónica de incorporar aquello que, de un modo aterrador, se percibe como un otro ausente pero fantasmagórico, siempre a punto de irrumpir en la escena política y revolucionarlo todo (“un fantasma recorre...”). Sarmiento logrará llegar a la presidencia, por lo que su discurso alcanzará el lugar de la hegemonía y así el desierto será poblado, al menos discursivamente. El Estado nacional se erigirá, no sólo sobre un cementerio, sino sobre una idea de territorialización sin agujeros, como un todo liso y homogéneo. Será entonces el discurso contraestatal aquel que busque, justamente, des-cubrir aquello que opera como un manto lingüístico desplegado sobre lo real. Y como son las grietas discursivas el lugar donde a menudo se abisma el pensamiento, el arte permite representar aquello que pareciera no poder ser nombrado.
Un par de años antes de que Grippo desplegara su manjar imposible, en 1988 surge el grupo Escombros, bajo el lema "artistas de lo que queda", en cuyo manifiesto exclaman: “Ocupamos todo espacio que la desidia, el capricho o el simple afán de destrucción, quitó a la ciudad para entregarlo a la nada”. Tiempo después, en el 2003 participarán de la muestra Arte al plato del Centro Cultural Recoleta con “Objeto Inaccesible”, una serie de vitrinas que dejan ver panes intervenidos acompañados por rótulos; que, como explican en el catálogo: “es una metáfora feroz sobre el hambre. Pero también sobre la represión. Porque ese pan torturado, apuñalado, aplastado, estrangulado, es el cuerpo social de la Argentina sometido, precisamente, a estas "intervenciones"”. Y en el 2005 expondrán “Del sueño de oro a la pesadilla de cartón”, obra que consiste en un carro de cartonero pintado de dorado.
También por esos años, en su instalación “Recolecta” de 1990, Liliana Maresca presentará un carro de cartonero planteado cual monumento, inmaculado y pintado de blanco, al cual se le opone otro tomado de la realidad, tal cual se lo había “prestado” un cartonero para la expo y también varias pequeñas réplicas de oro y plata. En esta instalación, Maresca pone en escena un objeto que, podría pensarse, de modo metonímico alude al otro pero lo oculta: la falta del cartonero en tanto persona física real asemeja la ausencia de lo humano dentro de la estructura de lo económico. Vale aclarar que, en ese entonces, el cartonero no era visible en el entramado social. Pasarían diez años para que lo sea, y una evidente multiplicación del cirujeo urbano pondría fin a esta suerte de alucinación negativa (este no ver algo que en verdad existía).
En estos tiempos de cambio, donde todo lo sólido amenaza con deshacerse en el aire, se vuelve difícil pensar el lugar del arte en una sociedad que pareciera estar entregada a la catástrofe. “Querer que un alud se detenga y vuelva a su punto de origen es una ilusión. Más bien hay que acostumbrarse a vivir y pensar en la caída, como seres de la caída”, advertía Oscar del Barco en Alternativas de lo posthumano, refiriéndose al mundo dado, es decir, a un capitalismo cada vez más salvaje, más arrasador, más destructivo, etc. Pero lo cierto es que pensar la caída es pensarse en la derrota, cuando lo fundamental sigue siendo pensar los modos de resistencia a aquella fuerza que amenaza con arrasar nuestra cultura incluso, o tal vez debo decir “sobre todo”, cuando esta fuerza está avalada también por el poder. Aquello sepultado por el alud de la fuerza del Estado, pareciera condenado casi por definición a no ser. Y es a partir de lo que no es, o mejor dicho, de lo que habita en ese agujero de sentido, justamente, que se torna imprescindible la creación. Una suerte de origen mítico: el vacío desde y contra el cual se erige la obra. Debido a que la falta que desencadenará el hambre es el mito fundante de toda obra que se manifiesta contra la cultura oficial, buscar su origen es un imposible: éste es incierto, siempre móvil, inalcanzable. Es por este motivo que su historia puede comenzar en cualquier punto, ya que el mito se reactualiza constantemente, como una deuda pendiente de lo cultural.
Hay una atroz ironía en las propuestas artísticas mencionadas de Grippo, Escombros y Maresca, ya que ponen en escena el hambre y lo pintan de dorado, evidenciando que el discurso áureo y ostentoso del liberalismo económico está construido sobre un vacío, y no es más que un discurso de cartón. De este modo, desafían el imaginario imperante así como sus representaciones haciendo foco no en sentido dado sino en el sinsentido de lo dado. “¿Qué es ser contemporáneo?”, se pregunta Giorgio Agamben en un artículo que lleva dicho interrogante por nombre, y responde que puede llamarse contemporáneo solamente aquel que no se deja cegar por las luces del siglo, y que por el contrario, distingue en éstas la parte de la sombra, su “íntima oscuridad”. El hambre se opone a la saciedad de lo total, busca en la imagen de luz (en lo perceptible como imagen) el haz de tiniebla contenido en su tiempo. La obra de arte surgida a través de esa búsqueda, de ese hambre, es entonces un significante que señala aquella nada poniéndola, en cierta medida, en escena, presentándola. No compone metáfora, no representa ni nombra lo otro-alterno sino que crea a partir de ahí, de su deseo hacia este lo otro. Y su deseo es siempre voraz, goloso, a la vez que insaciable.