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PANORAMA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO ARGENTINO: POESÍA

Nadie Duerma #6  /   por Victoria Cóccaro  /   8 junio, 2016

Foto: Alejandro Chaskielberg - Spiritual Family

La propuesta era hacer un comentario sobre la poesía contemporánea argentina. Pero como hacer un compilado siempre es embarazoso por lo arbitraria que puede resultar la selección, decidí dar vuelta la propuesta como una media y preguntar, entonces, ¿qué poesía elabora una pregunta sobre lo contemporáneo?

ARGUMENTO A FAVOR DE LA POESÍA (CONTEMPORÁNEA)

 

Pensar el tiempo es el problema de cualquier textualización:

 cómo cortar, con qué criterios[1].

La propuesta era hacer un comentario sobre la poesía contemporánea argentina. Pero como hacer un compilado siempre es embarazoso por lo arbitraria que puede resultar la selección, decidí dar vuelta la propuesta como una media y preguntar, entonces, ¿qué poesía elabora una pregunta sobre lo contemporáneo? Entonces, lo que voy a decir va a sonar tautológico, pero pareciera que algunas zonas de la poesía contemporánea interrogan sobre las diversas formas de lo contemporáneo al arriesgarse a pensar un presente sobre un fondo oscuro, cual relámpago.

Fue alguna de esas noches en que miraba cielo
en lejanías sobre campo oscuro y vi
cruzárseme un relámpago lejano. Fue tal
como ver chispear una idea
en el umbral de otro mundo.
Es como si en el fondo del desierto hubiera
querido hacerse luz una verdad pero
pasó fugaz y quedé a oscuras.
Parece que la inmensidad
quiere decirme un secreto y al ver
que todavía falta mucho en mí
queda muda.

(Jorge Leónidas Escudero, “Ante la inmensidad”)

 

eeaaa!!! Una estrella fugaz casi invisible abre el pelaje negro de la oscuridad, pero nadie ha visto nada, no se escuchan comentarios

(Daniel Durand, El cielo de Boedo)

 

El relámpago antecede al trueno
pero no hace de esto una ley.
El relámpago crea
electricidad azul
de noche. El relámpago
trae luz del día pasado
a la noche presente.
Pero tampoco hace de esto una ley.

(…)

El trueno, por decirlo así
habla por sí mismo.
El relámpago no habla.
Escribe.

(Martín Gambarotta, Seudo)

Una presencia que se nos sustrae, esa luminosidad que no llega a alcanzarnos, o ese hueco centelleo que nos punza la mirada. Una imagen parece funcionar como el documento de lo contemporáneo para filósofos y poetas. Esa imagen es antes que nada una pregunta, o dos: qué es lo contemporáneo y, sobre todo, cómo nos relacionamos con ello. Es frecuente leer las palabras de Agamben sobre el contemporáneo como aquel que, al lograr quebrar las vértebras de su tiempo, orienta sus ojos no a las luces sino a las sombras. Para el filósofo, lo contemporáneo se ofrece en grados de sombra más que de luz, y su percepción es a través de heridas espectrales, haces oscuros que en su opacidad punzan la mirada. La oscuridad es para Agamben la huella de una fosforescencia que viaja a una velocidad que no seríamos capaces de perseguir, y cuando escribe que en lo contemporáneo se trata de “percibir en la oscuridad del presente esa luz que trata de alcanzarnos y no puede” debemos reconocer, en primer lugar, la herencia del pensamiento sobre el tiempo de W. Benjamin: el pasado, siempre contemporáneo, activo e ,intempestivo rearticula continuamente el presente. Como el relámpago, la imagen dialéctica benjamineana surge y se desvanece en el instante mismo en que se ofrece al conocimiento. El presente es entonces momento de legibilidad del pasado, introduce discontinuidades, divisiones, quiebres.

Resumamos: leer y hacer cortes, escribir y hacer cortes, como la escansión de los versos de un poema. Es decir, cuando todos los tiempos coexisten, la lectura y la escritura ­–en tanto marcas y cortes– son formas de crear inteligibilidad. El poema, como sistema de pensamiento. Hay un verso de Pablo Katchadjian que dice: “La propuesta es estar acá como sea”[2], es de el cam del alch (2005), un poema largo donde la pregunta por el corte se hace carne en las palabras. Las palabras, o lo que queda de ellas, es la propuesta de supervivencia del poema: “no quiero que se vayan y por eso les doy todo lo que tengo/ el bald y el cam/ el inf y el cont/ es decir/ conceptos y materiales”. Hacer un corte: empezar a trabajar con lo que hay. Lo que hay; éste es el mejor desastre, escribe Katchadjian.

Un mapa de poetas, entonces, para habitar el presente.

Si hablamos de mapa, deberíamos hablar de zonas, pero si la escritura es una forma de supervivencia y la poesía una forma de relacionarse con el lenguaje como algo vivo, vamos a hablar de zonas de intensidad. Como dice el título, la propuesta –y el esfuerzo– es leer a favor de la poesía (contemporánea) como intervención en el presente, en una poesía que –al darse vuelta como una media– pone lo de afuera adentro, en el centro del poema. Los poetas que voy a nombrar trabajan con un material en común: el cuerpo y la lengua. Desde el cuerpo abren la pregunta por cómo percibimos el tiempo, el cambio y las mutaciones; desde la lengua escenifican su plasticidad en tanto materia donde exhibir una potencia de transformación y apropiación de un idioma. En este sentido, D.G. Helder señala que la herencia que nos ha dejado el neobarroco latinoamericano es la materialización del  idioma a través de la multiplicación de dialectos del español. Pero quien ha señalado con precisión la mutación de la lengua como materia prima del poema es Ricardo Zelarayán (quien de distintas modos interesó profundamente a los poetas argentinos desde el año 90 en adelante), por eso, lo cito: “Pienso en que el realmente hablado por la poesía es el que sigue y seguirá nombrando las cosas, es decir cambiándolas, transformándolas continuamente. La poesía es renovación, subversión permanente” (La obsesión del espacio, 1972).

Lo contemporáneo como herida, quiebre, defasaje o anacronismo ya aparece en un poema que Ossip Mandelstam escribe en 1923 titulado –justamente– “El siglo”, que tanto Agamben como Badiou retomarán para referirse a lo contemporáneo como una relación entre el poeta y su tiempo. Para Agamben es, como dijimos, una relación por la mirada. Hoy, otros poetas nos enseñan su adentrarse al siglo, a su presente, con un régimen sensible ampliado. Si bien la pregunta por el tiempo podría ser la pregunta de la poesía por definición, pareciera que algunos poetas la convierten en el motor de su máquina. Tomo como ejemplo el libro de una joven poeta recientemente publicado que se titula Futuro y cuyo primer poema es una pregunta por qué hacer con los tiempos, o bien, cómo hacer para que permanezcan, cómo podemos ser contemporáneos a un pasado, a un corte en el tiempo que lleva ese nombre: “Mi abuelo tenía un local donde arreglaba televisores/ no quiero que se mueran los televisores de lamparones/ porque es como si la vida de mi abuelo no hubiera tenido sentido” (Ana Inés López, 2016). Digo, me parece que esta pregunta por el tiempo que aparece en diversos poetas es un síntoma en nuestra época que, a grandes rasgos, podríamos definir como la del eterno presente de Internet o la de los discursos mediáticos en lucha por el sentido, allí (aquí) la pregunta por la temporalidad y la batalla por su ordenamiento es un vector que la atraviesa y la estructura (recomiendo leer la nota de Ezequiel Gatto sobre los pasados y los futuros que se disputan en el contexto político actual: http://agenciapacourondo.com.ar/secciones/relampagos/19263-va-a-estar-bueno-una-aproximacion-a-los-futuros-del-macrismo). Por eso cómo ser contemporáneos, de qué, y cómo, no son preguntas menores en el horizonte de la trama social que nos toca. ¿Qué somos capaces de decir, qué somos capaces de ver, tocar o sentir?

En El cielo de Boedo (2005) Daniel Durand hace una experiencia del tiempo. La pregunta que se hace allí es: ¿podemos percibir el cambio, las mutaciones?, ¿de qué podemos ser contemporáneos? El poeta escribe persiguiendo las mutaciones del espacio, el cielo, el cual no es un motivo poético ni funciona como metáfora sino que está inscripto a partir de su contigüidad con el cuerpo. Podemos hablar del cielo. La visión reacciona a las variaciones lumínicas de las estaciones pero las texturas y los sonidos también se incorporan al régimen sensible de la escritura. Y allí se ve una de las apuestas de Durand, su sonorificación del español, la atención al sonido de las palabras. El poema registra lo que siempre está en movimiento: el cielo (¿o la lengua?): “En la ventana del este, detrás de una amarillada luna expandida que sube con rapidez, espasmódicamente florece una tormenta; hacia los vuelques, entre brumas, palpitan invisibles planetas”. Durand no descarta lo musical de la lengua al acercarse a lo pictórico, está atravesado de cierta contemplación paciente (evidenciada en las traducciones de poemas de Tu Fu que intercala en su libro) hacia el mundo, las cosas y los estados de la materia, que acompaña con un tono celebratorio y lúdico. Lo que nombra son las superficies porque esto es lo que hay: colores, temperaturas, texturas, ruidos (aquí se involucran todos los sentidos). El misterio de la vida está expuesto, y lo que la poesía hace es dejarle un espacio, contiguo. Un gesto liviano para sumergirse en la complejidad de la existencia, luminoso y opaco, fresco y cínico a la vez, que comparte con la poesía de Roberta Iannamico, como en este poema de su primer libro: “El color del parque/ a las cinco de la tarde/ cuando es invierno/ hace sospechar/ cualquier cosa/ tomo mate con mi hija/ llamamos a los perros…” (2001). O en este otro de 2008: “El hogar/ cocinar/ la tele prendida/ el corazón encendido/ las horas pasan/ seres humanos viviendo”. Esta aventura reaparece en otras poetas, más jóvenes y con publicaciones recientes –se me viene a la mente el final de un poema de María Lucesole: “Pienso que la vida es un secreto indestructible”–, poemas que muestran una mirada de perplejidad pero sin pérdida, es decir, donde lo que acontece no es algo que al poeta se le escapa sino que más bien permanece como imagen, temperatura o sonido en una dimensión mínima, microfísica, que es amplificada en el verso funcionando como marco o lupa: “Están además las páginas/ del libro que leo / adentro del auto en el que permanezco/ suenan por el roce antes que las pase/no son iguales al silencio luminoso/ del polvo sobre las piedras” (María Lucesole, 2014).

Pero veinte años antes que estas poetas y diez años antes que El cielo de Boedo, Martín Gambarotta había escrito Punctum (1995) con una lengua que no alcanzaba para nombrar (“Rodeado de cosas sin nombre a mí también /me hubiera gustado empezar esto/ con: de noche junto al fuego/ pero acá/ no hay, salvo en potencia, fuego”), ni para articular objetos cotidianos, restos de comida o del pasado reciente que, en los 90 argentinos se desparramaban en ese presente descuartizado. Punctum está descuartizado, también, en las voces de los personajes que pululan por el poema con ciertos tonos de desilusión, desengaño o absoluta desidia de esa hora “rapada” de nuestra historia, porque así me permite llamarla la película de Martín Rejtman (1992), ese ras donde no hay (de este no hay a lo que hay de Katchadjian, podríamos dibujar un arco de 1995 a 2005). Gambarotta parece preguntarse ¿cómo escribir con el no, desde el no, con lo que no?: “blanco/ no,/ verde, que no/ brilla, desiste, se/ quema,/ no/ muere,/ se apaga/ diluyéndose/ en esa hora que no tiene/ ubicación en el día”. No hay representación, no hay palabras, no hay tiempo verbal, ni nombres, ni lengua, ni cuerpo. Estamos en la noche del presente y la luz solo proviene de la lluvia de un televisor. “No hay, no va a haber, no hubo/ no hubo, no, no hay, no va a haber/ ni hubiese habido si; no hubo,/ no hay, no va a haber, no,/ hubo, nunca, ni hay, ni puede/ haber, no hay, ni debe haber/ habido, no hay, no hubo,/ ni va a haber errores de línea/ en el cráneo, la curva perfecta/ de los huesos frontales,/ no hubo, no hay, mejor serie que Kojak”, escribe Gambarotta entre uno de sus personajes: Cadáver. Y acá aparece el relámpago de ese otro gran poema, siete años anterior, “Cadáveres” de Néstor Perlongher (1987), donde sí había: “bajo las matas/ en los pajonales/ sobre los puentes / en los canales/ hay cadáveres”. La lengua, entonces, es la máscara de cera que el poeta le pone a su tiempo, y que su tiempo le impone: “de espaldas a un mar del extremo norte retorció/ su lengua materna hasta volverla un material”, dicen dos versos de otro libro de Gambarotta, Relapso+Angola (2003). Pero insistamos en esto: no se trata de que la lengua se ofrezca simplemente como documento de una época, acaso una postal del presente, sino de usarla como material plástico, tal como explica el mismo Gambarotta: no el habla como poesía coloquial, el habla como materia prima para construir una máquina verbal que no necesariamente es coloquial.

Como leer es hacer cortes y saltos, volvamos al siglo XXI, para ver otro matiz de esta relación cuerpo-lengua. Si no podemos representar, podemos inventar un nombre y si un nombre no significa nada podemos bailar: mover el cuerpo por el espacio. Los cuerpos generan intersecciones, cortes en el continuo de la materia: los cuerpos abren un espacio, habitan. Inventar un nombre, inventar un cuerpo, inventar una lengua –aunque siempre cambiante y topándose con otro, recordemos a Zelarayán–: este es el trabajo de Matías Heer en Yo3 (2014). En este poema largo, construye a través del movimiento ágil entre las cosas un registro sensible que atiende a detalles y marcas en la materia (sombra, peso, colores, polvo, calor, humedad). Un cuerpo ampliado que va de acontecimiento en acontecimiento, donde la relación cuerpo-espacio funciona como motor del poema: “No importa/ porque caminando una hora lo que en auto/ son quince, se está más cerca:/ el cuerpo se esparce/ no se contrae, baja/ y despliega/ músculo por músculo,/ los pies llegan/ andados/ pisan, están”. La apertura de Heer al presente se da en esa comprensión precisa de los actos de los cuerpos: encuentros con otros, desplazamientos. Este poeta de nuestro siglo nos enseña que el presente se ofrece en sombras más que en luces: “Que haya sombras/ Que haya sombras para saber que hay cuerpos/ Para mirarlos y disfrutarlos./ Para esquinarlos,/ para construirlos”. Aquí reaparece la pregunta por la percepción del tiempo y las mutaciones (“Las moscas posan sobre lo que perece”), que es la pregunta por la posibilidad de inscribir el cambio, es decir, el cuerpo y la lengua: “donde voy/ soy cuerpo/ su naturaleza es cambiar”. La escritura se tensa en esa paradoja entre tiempo (mutación) y presente (acontecimiento), y esa tensión termina en corte, donde vibra el poema. A la vez grave y freso, como Iannamico y Durand, Heer está interesado por las verdades y hasta insertado en ellas sin que esa cercanía le haga imposible actuar o nombrarlas con un nombre momentáneo (“los colores/ de las estaciones/ maduran/ al respirar y varían/ un nombre/ no los hará sagrados”). Con un registro ampliado de los cuerpos, los poetas nos permiten un pensar sensible. Esta poesía expone la significancia profunda del presente en -casi- una mera exposición, no hace falta metaforizar demasiado para hacer ver sino saber dónde hacer el corte sobre lo real para que reverbere. Lo mismo podría señalarse de la poeta Laura Wittner: “Se despertó el mundo. Se despertó la percepción./ Hicieron facturas en la panadería/ antes del amanecer, y al kinoto le salieron cosas blancas./ Todo emana un perfume repleto y activo:/ no se le puede dar más tratamiento/ (un tratamiento mejor) que percibirlo” (2005). Las cosas son, en el mundo y en el poema. Por eso en todos estos poetas cada verso tiene un peso propio y casi vale por sí mismo, en cada verso podría condensarse todo el poema.  

En todos ellos la escritura funciona en relación al presente como conocimiento por los afectos (un cuerpo que es afectado), Heer se adentra en el detalle significativo del instante para habitar el presente, y habitar es actuar, respirar (“Que la mente esté con tu respiración”, es el estribillo de Yo3) y hacerlo avanzar (“primero: el baile,/ antes que las palabras, el baile./ No se nombren ni los nombren./ Bailen, pierdan la figura,/ la mecánica del cuerpo/ es capaz de mutarlos”). Pero en Francisco Garamona encontramos que, no sólo en el presente sino también en el pasado en tanto rememoración, verdad, afecto y saber no se contraponen sino que, al contrario, operan simultáneamente -aunque no de forma sintética[3]. Para dar un ejemplo, en su libro Escrituras topiarias (2006) su escritura capitaliza “eso que no tenía mensaje por encima de las cosas”, esa extrañeza que lo conmueve y lo mueve a escribir, pero sin intentar descifrarla (“la clave del silencio era el silencio”) la mantiene extraña y la pone a operar como sensación. La sensación sería el “eso”, una presencia que acompaña al poema, sin ajustarse del todo a las palabras pero contemporánea a ellas, podríamos decir. En los versos largos y con reminiscencias barrocas que caracterizan sus poemas aparece, resonando junto a los signos lingüísticos, esta musiquita como documento de la experiencia. Si se trata de desenterrar tesoros, reinscribir ideas de una manera nueva, la escritura adopta un poder de transformación. Memoria no significa relato unívoco sino travesía por afectos, la memoria es confusa y contradictoria, por eso en otro poema del mismo libro la lluvia cae y nada se moja o los mares no tienen playas.

Escuchar. Rememomar. Imaginar. Hacer sentir para construir sentidos. Pero sentidos confusos, desfasados, quebrados, que por eso abren un espacio en el presente. Ese lugar es el de lo común. La sensación trae imágenes que funcionan como recuerdo, construcción y modos de relación con otros o formas de habitar un espacio (el poema: una geografía de estados de ánimo). En los poemas de Garamona, ese yo que está con otros junto al “eso” -u otros deícticos- que señalamos antes, hacen de la escritura un rodeo: dar un paseo por afuera junto a otro. Ya en su primer libro (Parafern, 2000) puede leerse ese yo-con-otro en medio de imágenes incisivas, sugerentes y barrocas (hasta tal vez algo surrealistas o caprichosas): “Animales mal preñados se prenden de tu pelo,/ perlas de confusión que flotan en el sexo./ ¿Te acordás? Como vos yo. Como vos.”; y luego, en el poema “Estrella radiactiva” (del libro ya citado del 2006) vuelve a aparecer: “Dormí con vos y con ella,/ fui al verano con la aprensión/ de unos apuntes para poder decir:/ ‘cuerpos, manías que se incorporan/ a la máscara nupcial aquí dormida’./ Páramos que encinté para poder nombrarlos,/ cavidad, muelle que la luz recubre con su estrella radiactiva…/ Ahí, sobre el piano, donde dejaste la clave de tu inconsistencia,/ sobre la música que quisiste oír, con él, con ella…”. Encintar para nombrar. Oír con él, con ella; en Garamona estar con otro hace posible la enunciación. En ese espacio y afecto rememorado (“Ver el pasado histórico, fantasma/ en el presente.”; donde “Todo viaje es siempre hacia un pasado./ Lo saben los murciélagos que vuelan contra el viento/ haciendo chasquear sus alas”) o creado junto a un par (“La chica que va sentada a mi lado se durmió/ y yo al ver cómo movía los párpados/ empecé a imaginar lo que estaría soñando”) se hace posible un común. Un común contemporáneo. Hay algo compartido: huellas de camiones o troncos por ahí –escribe Garamona- (donde ese ahí nuevamente construye un espacio interior y exterior a la vez que común, donde encontrarse), y eso asevera “la realidad de las cosas” que, sin embargo, muta constantemente. Por eso, si la escritura es invención de “la realidad de las cosas” nunca puede detenerse. El del poeta es un trabajo sin vacaciones.

Recuerdo, afecto, imaginación, capricho, invención, experiencia, “¿Pero cómo contar esa experiencia?/ Con acumulaciones de colores estallados,/ ramas de pinos que parecían brazos/ señalando la aventura que pudo cifrarse/ en los detalles.” (“Carreras de trineo”, Garamona, 2006). Si a todos estos poetas tuviéramos que ponerles un nombre –momentáneo y caprichoso también- sería el de poetas de la transformación de, en, su cuerpo, lengua, mundo personal y entorno, mundo colectivo.

¿De qué podemos ser contemporáneos?, ¿qué se vuelve inteligible en el poema? Hubo un poeta americano que escribió el mismo poema a lo largo de toda su vida. “A” de Louis Zukofsky tiene 24 cantos que fueron escritos entre 1928 y 1968, allí el poeta entendido como –en palabras del mismo Zukofsky– “una persona a la que o a través de la cual la Historia acontece” relaciona consigo mismo cada instante del pasado y ese poema-historia de la percepción de la experiencia se convierte en un lugar  donde se conjuga lo individual y lo colectivo. Si consideramos las palabras de L.Z, podemos pensar al poeta como quien hace inteligible su tiempo a través de la inscripción de su cuerpo en el poema. Nuevamente, un cruce individual y colectivo que se da en el cuerpo (órdenes sensibles) y la lengua, mutando constantemente. 

Las voces de estos poetas se muestran formando parte de un cuerpo que exhibe su capacidad de afectar y ser afectados, en ese cuerpo se rematerializa una experiencia que mantiene su misterio con calma lúcida sin caer en el abismo de la pregunta por su posibilidad. Hay marcas de contacto y detalles a partir de donde generar una escritura que genera una presencia indeterminada y posible de ser apropiada por otro. Crea lo contemporáneo sobre lo contemporáneo. Esta poesía nos enseña, entonces, como el rayo que por un instante erosiona la noche, sobre una experiencia narrativa sin relato, como Mariano Blatt en su poema “El fin de semana del tigre” (2007): “Me alejo de la casa y sobre el pasto quedo tirado, con el anotador en la mano. Voy a sacar una foto del fin de semana del tigre, me digo a mí mismo; pero cuando alzo los ojos para verte ya no hay nadie, solo alguien que termina de irse”. Blatt condensa varias tendencias de la poesía del 2000 en adelante, como el conocimiento por el afecto, el consenso, la escritura de un yo y que involucra a otro/s, el verso-fotografía como forma de listar el presente, la reminiscencia junto a una invención, reflexión o deseo que construye entonces el recuerdo: “Estoy escribiendo un libro, me dije, un libro sobre lo que está pasando pero más todavía sobre lo que hubiese querido que estuviese pasando”. Una pregunta por el tiempo, por cómo escribir el tiempo, ¿cómo cortar, con qué criterios? Con los de los afectos y los de la invención.

Por último, aunque tal vez tendría que haber empezado por ahí, agregar que casi todos los poetas que nombré fundaron una o varias editoriales y revistas de poesía, fueron o son editores, lo cual puede también dar una pista sobre su forma de concebir la poesía: como algo cercano y de fácil acceso (un otro que se incluye), como algo que depende de uno, como un conocimiento que se transmite, como algo que circula entre amigos, amigos de amigos, conocidos (un colectivo ampliado), como libre y abierto. De un verso de Mariano Blatt (2015) tomé el título de este texto, que ahora completo: “Argumento a favor de la poesía. Mi pensamiento está ahí”.

 

Poetas:

Jorge Leónidas Escudero. Atisbos, Buenos Aires: Ediciones en danza, 2012.

Daniel Durand. El cielo de Boedo, Buenos Aires: Gog y Magog, 2005 y Blatt&Ríos, 2015.

Martín Gambarotta. Punctum, Buenos Aires: Libros de Tierra Firme, 1996; Seudo, Bahía Blanca: VOX, 2000; Relapso+Angola, Bahía Blanca: VOX, 2003.

Pablo Katchadjian. el cam del alch, Buenos Aires: IAP, 2006.

Ana Inés López. Futuro, Paraná: Gigante, 2016.

Roberta Iannamico. Tendal, Buenos Aires: Ediciones del Diego, 2001; Muchos poemas, Buenos Aires: Y si me hiere un rayo, 2008.

María Lucesole. Las plantas verdes de los veranos, Buenos Aires: Tammy Metzler, 2014.

Matías Heer. YO3, Paraná: Gigante, 2014.

Laura Wittner. La tomadora de café, Bahía Blanca: VOX, 2005.

Francisco Garamona. Parafern, Buenos Aires: Ediciones del Diego, 2000; Escrituras topiarias, Bahía Blanca: VOX, 2006.

Louis Zukofsky. A. Existe una traducción al español por el poeta Tomás Fadel de uno de los cantos más importantes: A-12, Buenos Aires: Fadel&Fadel, 2015.

Mariano Blatt. Increíble, Buenos Aires: El niño Stanton, 2007; Mi juventud unida, Buenos Aires: Mansalva, 2015.

 

[1] Josefina Ludmer en una entrevista realizada por Verónica Gago para Página/12, 15 de abril de 2016. http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-10503-2016-04-15.html

[2] “el sueño no conduce a ningún lado/ ningún paisaje nevado/ ningún momento de contemplación/ la propuesta es estar acá como sea”.

[3] Esto podría funcionar tal vez como herencia  de la poética de Arturo Carrera donde se propone al afecto como una forma de conocimiento de la infancia, y a la infancia como contemporánea al presente y el momento de escritura. 

 

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Victoria Cóccaro

Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, es becaria doctoral de CONICET, donde desarrolla una investigación sobre las poéticas de los cuerpos en literatura contemporánea de Argentina y Brasil. Ha publicado artículos académicos, ensayos y los poemarios: El Plan (Colección Chapita, 2009), Hotel (Colección Chapita, 2011; Gigante, 2013), Eléctricos de sombra (Fadel&Fadel, 2016).

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